miércoles, 19 de enero de 2011

Relato (cont.2)

Mi abuela, hasta donde me lo permite mi memoria, jamàs había asistido a alguna actividad festiva donde se bailara y disfrutara como debe ser. Las misas y novenas, los entierros con sus rezos o la visita a algún enfermo constituían su escuálida agenda de eventos. Cada 8 de marzo su devoción por San Juan de Dios, y la firme convicción de estar en eterna deuda con el santo, la llevaría hasta Natà de los Caballeros a llevar y repartir ropa usada, arroz pilado y algunas monedas a gente en extrema pobreza. Gente con tanta necesidad y hasta limitaciones fisicas que centraban sus esperanzas en la caridad desplegada por esa fechas. Esa era probablemente su gran salida. Se que gustaba de los tamboritos porque todas sus labores las realizaba tarareando, cantando, o mmjeando alguna de sus tonadas favoritas, al tiempo que se mecía acompasadamente e inclinaba la cabeza de lado a lado como si realmente estuviese en el ruedo del baile. Lo hacia cuando barría , atizaba el fogón o lavaba la ropa.
A mi abuelo, sin embargo, lo recuerdo asistiendo a caballo a las corridas de toros y paseos de bandera durante las fiestas de San José, en Las Guabas. En esas fiestas se acercaba por "el jardín a tomarse unos tragos con conocidos y uno que otro amigo para luego volver a casa, justo antes de que el alcohol le hiciera perder el equilibrio. Solo la lealtad y los deseos de deshacerse de la silla de montar de su caballo, El ballo, le garantizaban un seguro regreso a casa. Mi abuela lo esperaba, le quitaba los zapatos, lo desvestía dejándolo en piratas y franela para finalmente meterlo en la cama, calladamente, dejándose guiar él, sin protestar ella. Luego yo le ayudaba a mi abuela a desensillar el caballo y a liberarlo en el corral

Mi abuelo nunca participó de la parte eclesiástica de las festividades. Hasta donde recuerdo jamás estuvo dentro de una iglesia sino hasta el mismísimo día de su entierro. No tengo duda de que creyera en Dios. De hecho lo escuchaba murmurar alguna oración cada noche antes de dormir. Eso no evitaba, sin embargo, que se cagara en San Pedro y todos los Santos cuando las cosas no resultaban como lo esperaba.
 
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Nos pusimo de pie y nos vestimos. Mi abuela con un faldón azul, una blusa blanca, un pañuelo que cub…..no se vaya a demorà----ría su escasa cabellera y unas chancletas playeras , las mismas que en algún momento de la historia patria pretendieron reemplazar a nuestras típicas cutarras. Las playeras las usaría para llevar algo en sus pies hasta que llegáramos a Las Guabas y así evitar estropear con el lodo del camino las panitas de gamuza negra, sus zapatos de salir. Yo con pantalón caqui una manga larga multicolores, algo desteñida y mis únicas zapatillas, no menos viejas que mi camisa
Y así sin más, salimos de la casa y de la finca, dejando atrás al abuelo encamado y en calzoncillos, gritando jocosamente
:---- vieja pata de perro, …..no se vaya a demorà----
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La suave brisa apenas y hacía susurrar los arrozales a ambos lados del camino. Nada se podría apreciar de el intenso verdor de las parcelas de arroz a esas horas. Durante el día los llanos, transformados en arrozales ofrecían una espectacular vista donde los colores de el cielo, desde el azul y el celeste, pasando por las distintas tonalidades de el naranja y el amarillo, contrastaban con el casi homogéneo verdor bajo el mismo. El invierno habría sido generoso y las lluvias estaban en pleno apogeo. El canto de los sapos y los grillos no cesaba y por momentos el ladrido de algún perro se sumaba a toda esa sinfonía que parecía celebrar tal hecho. De vez en cuando el sonar de los tambores llegaba hasta nosotros--- ya están afinando--decía mi abuela.
El tramo de la finca a la carretera de asfalto no fue mayor problema. El camino de tosca, aunque inundado, estaba firme y casi que sin fango. Era predecible que las playeras sucumbieran, quedando atrás, escondidas en el pajar por mi abuela. ---acuérdate Rica que las dejamos en la pata del jobo--- me dijo con la clara intención de recogerlas al regreso y para luego  repararlas. Continuó descalza y yo con mis viejas zapatillas, espantando, cada uno, toallita en mano, las nubes de mosquito que nos ofrecia una cruel compañía.
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En la distancia los mechorros evidenciaban la ubicación de el caserío de Puerto El Gago, hacia el sur. Hacia el norte, sobre la extensa y ociosa llanura propiedad de la familia Conte, las lámparas eléctricas de los faroles de las calles penonomeñas demarcaban el horizonte iluminando además las nubes más bajas, Se podía llegar a Las Guabas por la carretera de asfalto pero nos tomaría demasiado tiempo ya que tendríamos que caminar en dirección norte varios kilómetros para luego girar al sur otro tanto. Mi abuela no parecía estar dispuesta a perderse ninguna de las interpretaciones de Tatòn. Y sin dudarlo decidimos atravesar derecho hasta Las Guabas, por la ruta que utilizan el ganado y los tractores, convencidos de que el camino, polvoriento en el verano y algo fangoso en tiempo de lluvias, nos ofrecía la oportunidad de llegar más rápido a nuestro sonante destino.
Caminamos a buen ritmo hasta que pasamos a un costado de el cerro Pan de Azúcar, la única elevación varios kilómetros a la redonda de esta extensa planicie. A partir de ahí el suelo se hizo cada vez más blando y viscoso haciendo pesado y lento nuestro avance. Mas adelante el camino se tornó en zanjones que evidenciaban el paso de las enormes pantaneras de los Masey Fergusson y John Deers que para esta época lo recorrían. En vano me arremangué los pantalones hasta la rodilla, pues el agua me llegaba a medio muslo, echando por tierra lo de.sur amarillo, agua hasta el tobillo, lo cierto es que durante aquellos inviernos el agua se nos subia más arriba, sin que se perdiera la rima. Para colmo la oscuridad imposibilitaba determinar por donde era mejor pisar. Mi abuela, con su faldón empuñado en la mano izquierda, sorteaba con asombrosa destreza las partes más profundas. Destreza adquirida de la experiencia de caminar por este tipo de terreno y estimulada por el sonar de los tambores que ahora se escuchaban más seguido, más sonoros y rítmicos, definitivamente invitándola , llamándola.

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